Caminata, Jorge L. Borges

 Olorosa como un mate curado

la noche acerca agrestes lejanías
y despeja las calles
que acompañan mi soledad,
hechas de vago miedo y de largas líneas.
La brisa trae corazonadas de campo,
dulzura de las quintas, memorias de los álamos,
que harán temblar bajo rigideces de asfalto
la detenida tierra viva
que oprime el peso de las casas.
En vano la furtiva noche felina
inquieta los balcones cerrados
que en la tarde mostraron
la notoria esperanza de las niñas.
También está el silencio en los zaguanes.
En la cóncava sombra
vierten un tiempo vasto y generoso
los relojes de la medianoche magnífica,
un tiempo caudaloso
donde todo soñar halla cabida,
tiempo de anchura de alma, distinto
de los avaros términos que miden
las tareas del día.
Yo soy el único espectador de esta calle;
si dejara de verla se moriría.
(Advierto un largo paredón erizado
de una agresión de aristas
y un farol amarillo que aventura
su indecisión de luz.
También advierto estrellas vacilantes).
Grandiosa y viva
como el plumaje oscuro de un Ángel
cuyas alas tapan el día,
la noche pierde las mediocres calles.

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